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ARMANDO

MARkOVITCH

Armando Markovitch nació en Buenos Aires, en Noviembre de 1936.

 

Mi abuela, Rosalía Markovitch, era  una mujer extraña, trabajaba como enfermera, era anarquista, andaba en minifalda a los  sesenta años y escribía  poesías desoladoras. 

 

Mi padre nunca conoció a su padre.

 

No sé con precisión cómo fueron los primeros años de la vida de mi padre.  

 

Tengo datos aislados.

 

Sé que trabajó desde los catorce años, como albañil y cadete en oficinas.

Estudió pintura en los talleres de Spilimbergo, Castagnino y Giambiagi.

 

Cuando era adolescente militaba en el partido comunista,  pero dejó la militancia. Me acuerdo que mi papá opinaba que los comunistas Argentinos se equivocaban, “científicamente”, siempre. Sus conjeturas sociológicas, según él,  los llevaba a una falta absoluta de sentido común. “Hasta un animal sabe que no es conveniente apoyar a sus peores enemigos”.

 

Mi padre pasó a posturas ideológicas más radicalizadas. Mientras tanto pintaba. Guardo solamente algunas monocopias expresionistas de ese período de su vida.

En el taller de Spilimbrego, conocío a Genoveva Edelstein, mi mamá.

 

Mi madre era dibujante y grabadora.

 

Sé que vivieron juntos  unos años en  Tilcara, un pueblo del Norte Argentino, pintando.

En 1968, el año de mi nacimiento, regresaron  a Buenos Aires, y de allí, nos trasladamos a San Clemente del Tuyú, un pueblo de la costa Argentina. Vivíamos literalmente en la playa, en una casilla de madera que en verano funcionaba como balneario.

 

Mi padre era guardavidas en verano. Cargaba sombrillas y cuidaba a los turistas de ahogarse, en un mar especialmente inofensivo. Nadaba bien, le gustaba el mar, el boxeo y el ajedrez. Le gustaban las competencias deportivas. Me acuerdo que llegó último en una carrera de natación entre todos los guardavidas de la costa.

 

Pasamos allí diez años, durante la dictadura militar.

 

Guardo de ese período algunos paisajes suyos.

 

A veces había huéspedes en casa, adultos visitantes, que yo no podía mencionar fuera de casa.

 

Eran, obviamente, amigos de mi padre, escondidos de la persecución militar.

 

En 1980 nos trasladamos a Córdoba, la ciudad donde vive actualmente la familia de mi madre.

 

A partir de ese momento, mi padre trabajó durante casi veinte años despachando combustible en una estación de servicio. Mientras tanto pintaba compulsivamente. Lo recuerdo llegar de su trabajo con olor a nafta, encerrarse en el taller, y salir de allí con olor a óleo.

 

En ese momento le obsesionaba el informalismo.

 

Admiraba especialmente a Daumier, Braque, Picasso, Giacometti.

 

Tomaba fotos de paredes y de afiches callejeros y reproducía esas imágenes.

El opinaba que las  “obras”  ya estaban “hechas” en las calles.

 

Argentina atravesaba un período histórico de silencio y de represión. Creo que mi padre veía signos en las paredes. Se deslumbraba con los trazos sutiles, las texturas, los fragmentos que encontraba en cualquier parte. Como si pudiera atisbar en ellos indicios de una realidad de la que nadie podía hablar directamente. Eran signos misteriosos llenos de belleza y desesperación.

Recuerdo que un día de tormenta se detuvo delante de varios afiches publicitarios superpuestos. La lluvia y el viento iban arrancando trozos de papel. Las letras de un cartel se mezclaban con la textura de una foto. Mi padre me hizo notar como ese cuadro iba cambiando de forma.  El amarillo de las letras descubría el color azul de la imagen que estaba debajo. El viento iba transformando la composición de aquella “obra”. Mi padre se quedó varios instantes bajo la lluvia observando ese insignificante y desolador milagro.

 

Tal vez podía leer, en las letras de ese afiche deteriorado por el clima urbano, la angustia de su tiempo, y la suya propia.

 

Mi padre fue despedido de la gasolinera donde trabajaba, a los 56 años de edad, en la época de los despidos masivos.

 

Murió de un derrame cerebral dos años después.  Fue atendido por médicos de guardia en un hospital público, ya que no contaba con ningún tipo de cobertura social.

 

 

Supongo que su vida, como todas las vidas, habrá estado llena de contradicciones  y deseos.

Aunque fue mi padre, sé que hay muchas cosas que desconozco.

 

He conservado más de quinientos cuadros suyos que nunca han sido expuestos.

Pienso en mi padre, y en cosas que me dijo sobre el arte.

 

Me recomendaba que  …Haga siempre lo que tenga ganas…  y  decía también que…  “el arte requiere de rigor porque  hasta para hacer algo mal, hay que saber”.

 

También le obsesionaba el sentido común.

 

Decía que “Una persona realista tiene que ser artista, ya que es lo más concreto que una persona puede hacer”

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