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Genoveva

Mi madre decía que creía en la posibilidad de un mundo feliz, humano, y creativo. 

 

Creo que necesitó toda la ingenuidad de que ella era capaz, para contrarrestar el amargo pesimismo de mi padre. 

A diferencia de mi padre, ella adoraba la figura humana: No una figura  imaginaria, sino la forma de los hombres reales que tenía ante ella. Mi madre hizo retratos durante muchos años,  decía que lo más difícil era captar en un dibujo, la “mirada”  de alguien:  “algo  inasible que tiene cada persona”. 

 

¿Se refería mi madre al alma humana? 

 

En su juventud, mi madre fue marginada. Era una época en que ser artista, resultaba, para muchos, sinónimo de bohemia, o vagancia.  Y más aún en el caso de una mujer… 

 

Discriminada y solitaria, al conocer a mi padre en un taller de grabado en Buenos Aires, la identificación, al parecer, fue inmediata. 

 

Este encuentro derivó en una nueva segregación: mis padres se enamoraron y se unieron,  sin casarse,  en una época en que según parece, esto aún era inadmisible en el universo provinciano y moralista de aquellos tiempos…

 

Si mi padre, había procesado su marginación, en escepticismo y espíritu crítico, creo que mi madre en cambio,  procesó su propio dolor en una inocente y caprichosa esperanza. 

 

Mi madre creía que la educación, transformaría a los hombres. ¡Y ella  lo puso  a prueba día a día! 

 

Mi madre dedicó veinte años de su vida a dar clases de arte a niños y adultos. Sus clases fueron en un barrio marginal de Córdoba: Barrio Yapeyú.

Los alumnos de Genoveva, eran niños muy humildes, a quienes mi madre les enseñaba la fascinación de la historia del arte, las técnicas del impresionismo y las veladuras de Rembrandt. 

 

Como maestra de arte, mi madre creía que la única libertad posible, proviene del conocimiento. Es “saber hacer” las cosas (Decía mi madre) es  lo que otorga al ser humano, las herramientas para ser libre.  

 

La libertad, sin herramientas, en cambio, no era verdadera plenitud, para ella… 

 

Por eso mi madre transmitía las técnicas del arte, a sus alumnos, con rigor. Muchas veces, niños que no sabían escribir… aprendían en cambio a hacer serigrafía, aguafuerte, litografía y también comprendían la manera de componer de Botichelli y los hallazgos de Leonardo da Vinci . 

 

Los alumnos de mi mamá aprendían el pasado del arte antes que la historia del mundo. Mi madre creía que la verdadera historia, estaba en las obras que habían dejado los hombres (es decir, en la esperanza) y no en el inventario de abusos y masacres,  que se leen en los manuales de historia más habituales. 

 

Mi madre decía que ella no era realmente “artista”, que el “artista” era mi padre, pero lo cierto es que ella decidió estudiar “formalmente”, en la Escuela de Bellas Artes de Córdoba, empezando sus estudios a  la edad de 50 años. Y antes y después de esa decisión, desarrolló una obra extensa y sutil, de un trazo estilizado. 

 

Tal vez simplemente su declaración de “no artista”, era un requisito de los tiempos, un recurso de “género”, pero poder evolucionar (en la práctica, y sin etiquetas) como artista de todas maneras… 

 

Viendo las obras, observo que mis padres entraron en una enorme comunicación artística recíproca, mi madre tomaba de mi padre sus obsesiones: llegó a pintar los mismos motivos que él. 

 

Y mi padre admiraba fervorosamente a mi madre por su dibujo único.

Compruebo que más allá de la relación de pareja, (la cual como hija desconozco en muchos aspectos), ellos desarrollaron con los años, una aguda mancuerna artística… 

 

Cuando murió mi padre, mi madre vino conmigo a México unos años. Su cáncer estaba avanzado. Al salir de una etapa crítica de su enfermedad,  regresó a Córdoba, a Barrio Yapeyú, y allí comía, junto con los vecinos, en las ollas populares de la zona, orillada por la aguda crisis económica del momento. 

 

No recibió de parte de la empresa donde había trabajado mi padre durante 20 años: A.C.A, (Automóvil Club Argentino), ninguna pensión ni subsidio. 

 

Cuando me enteré de situación, por supuesto compartí con mi madre el poco dinero que tenía. 

 

El día que mi mamá murió, la velamos en el mismo patio de la casa donde ella había dado clases tantos años.   

 

Les pedí a mis amigos: jóvenes artistas de Córdoba, que me ayuden a colgar en las paredes las obras de mis padres...

 

Estaban en el velorio, los vecinos y alumnos de mi madre rezando según las prácticas propias del cristianismo, algunos familiares, quienes evitaban mirar el cuerpo descubierto según el respeto al cuerpo muerto que prescribe del judaísmo, (y entonces apreciaban admirados las obras de las paredes), también estábamos mis amigos y yo… (sin religión definida, en el techo de la casa, simplemente llorando y bebiendo).

 

Y ocurrió algo inesperado: un joven cartonero (que recogía basura en las calles), se detuvo en la puerta, entró al velorio, luego salió. Lo alcancé, le pregunté si había conocido a mi mamá en vida. Me dijo que sí, que él había sido su alumno y que nunca la iba a olvidar, porque en su presente,  cuando  buscaba en la basura, comida, hierros, cartones o cualquier cosa que le ayudaran a sobrevivir veía las líneas de la calle y recordaba lo que mi madre le había enseñado. Una cosa que se había descubierto hace muchos años: La perspectiva. 

 

Las líneas de la calle, se juntan en un punto lejano. Me dijo el joven, que “eso” lo había descubierto un artista muy famoso: Leonardo da Vinci, y también otro artista, que se llamaba como un primo suyo: Rafael. 

Me dijo que por todo eso, él nunca iba a poder olvidar a mi mamá, en toda su vida. 

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